Moría al verla cada día a eso de las 22.30 entrar a la habitación y verla abrir el ropero. Cada vez que iba a sacar algo del cajón de la ropa interior debía ponerse en puntas de pie, su metro cincuenta no le permitía alcanzarlo en su totalidad. Luego se dirigía al baño de la habitación para cambiarse. Jamás entendí porque no lo hacia delante de mí. No sabia si era vergüenza o solamente porque le gustaba que yo la deseara un poquito más de lo normal. Y esperaba a que saliera, desesperado, cada noche. No era capaz de concentrarme en lo que estaba haciendo teniéndola a ella metida en el baño. Más allá de que pasaran los años, eso siempre pasaba. Cada noche, de cada día, de cada mes, de cada año. Y la veía cruzar esa puerta, y realmente el cielo se rendía a mis pies. Y no sabía si esa noche acabaría durmiendo cucharita con ella, o haciendo el amor. Entraba cada noche a la habitación cuando terminaba de lavar, o hacer lo último del día. Podía ver a través del espejo como él me miraba y se mordía los labios en señal de “no podes” cada vez que yo me ponía en puntas de pie para alcanzar algo del cajón de la ropa interior. Sabía que cuando me dirigía hacia el baño de la habitación principal donde dormía con él, me seguía con la mirada, de una punta a la otra. Tardaba más de lo común porque sabía que moría al esperarme, y el simple hecho de que, el hombre de mi vida, ansiara por mi, era la sensación más linda del universo. Lo que más me gustaba era no saber como acabaríamos esa noche, si durmiendo cucharita, o haciendo el amor.

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