Sal y Pimienta

Desde ahora mismo y aquí hacia donde quiera que estés, parte de mi alma parte a tu encuentro. Sabes que te llevo dentro mío igual que yo sé que tu me llevas dentro.
El cuaderno que mamá te había regalado solo para recetas, era más que “un cuaderno para recetas”. El viaje que ibas a hacer con papá, lo hiciste sola. La habitación del hotel, repleta de paquetes y paquetitos. Los pasajes de ida a Paris, esperando en la mesa de luz. Y fue esa mañana, cuando te despediste de Grecia, que conociste al amor de tu vida. ¡Para! ¿El amor de tu vida? Quizás si, o no. Solamente fue un argentino (el único) que conociste en el aeropuerto. -¿Fui “solo un argentino”?- cuestiono haciendo con los dedos comillas, y ahí si que te lo hubieras comido a besos. -Solo un argentino- y ese puchero si que te mataba. –El único y el mejor- susurraste asomándote por su espalda desnuda. <> Decía Roland Bach en un libro que tu hermana te había regalado para el viaje. Ahora bien: ¿era casualidad encontrar a una persona tan maravillosa en la otra punta del mundo?
Se trata de un leve pulsar que se abre camino hacia ti cruzando las estaciones, constelaciones, los momentos. Digo que esta vida es llevadera sólo porque sientes tú lo que yo siento.
Un día caminando por esas callecitas donde las casas son blancas y a medida que vas caminando ves acercarse el mar, te confesó su amor. Porque cuando conociste a ese argentino, solo se habían presentado como Lali y Peter, estudiantes de gastronomía. Y como estaban con el mismo grupo que viajaba y eran tan aventureros se animaron a compartir habitación.
Donde tú estás yo tengo el Norte, y no hay nada como tu amor como medio de transporte.
Vos le confesaste el tuyo un día de lluvia en Limoges, Francia (otra vez, y no sola). En un parque, mientras se empapaban. Viajaron por el mundo juntos (ambos dos, diría esa profesora de secundaria que nunca vas a olvidar), conociendo lugares, sabores, culturas, costumbres, tradiciones. Hicieron el amor en una casita, en un hotel, en un barco. Se besaron frente a miles de lunas, de soles, de lluvias, de anocheceres, de amaneceres. Se miraron en silencio, se rieron, se pelearon, se volvieron a buscar. Nunca vas a olvidarte ese día en un hotel de Marruecos cuando lo viste entrar, pedir algo en recepción y subir de la mano al ascensor con una morocha argentina que no eras vos. Lo viste y lo escuchaste pedirte perdón en todos los idiomas que había aprendido (¿qué ironía no?). Y supiste perdonarlo. En Argentina los dos cumplieron su sueño de toda la vida. Abrieron un restaurante de comida gourmet. Como siempre habías soñado cuando mirabas esos programas de televisión. “Sal y Pimienta” termino de confirmar su amor por la comida, los sabores. Su amor por probar cosas nuevas. Fue en Cuba, cuando viajaron a Matanzas, que te propuso amor para toda la vida. Que estén unidos en cuerpo y alma, para siempre. Pero ¿por qué siempre el te sorprendía? Antes de conocerlo, antes de conocer Grecia, Francia otra vez, Marruecos, Cuba. Te habías vuelto cerrada. Después de ese domingo en casa cuando todos comían un asado único como los de papá, que un llamado te marco de por vida. Y la peor frase que te dijeron en toda tu vida: falleció cuando lo llevaban al hospital. Desde los 16 años te acusaste de culpable. Cerraste cada una de tus puertas. De tus sueños. Pero ese día en ese aeropuerto volviste a nacer, y en Grecia volviste a creer, y en Limoges volviste a amar, y en Marruecos a crecer, y en Cuba a saber que se puede. Y en Argentina confirmaste (y decidiste) que ese no había sido casualidad. Que, como decía el texto de ese libro, las cosas se denominaban como “casualidad” cuando uno se encogía de hombros. Fue ese día, cuando supiste que Olivia estaba por iluminar sus vidas (y que, como su nombre lo indicaba, terminaría de traer la paz) que decidiste no encogerte de hombros. Por vos, por él y por ella. Ahora vivías por dos personas, y por un ángel.
Amar es eso: dos corazones bebiendo de un mismo vaso Tanto sumar y tanto correr sin ir a lugar ninguno Quiero quedarme, y contigo, sentirme uno.

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